Lo hago desde que me conozco, bueno, bien mirado, desde mucho antes de conocerme. Lo hacía con mis hermanos, cuando transformábamos su habitación en Egipto, el oeste americano, Venecia, el país de los esquimales… Y así se nos pasaban las tardes jugando a la agencia de viajes. “Señor, ¿a dónde quiere ir?. Tenemos tres viajes para hoy mismo, elija uno de ellos”.
La adolescencia la pasé entre Moscú y Siberia, como en un rito de esos iniciáticos, para volver hecha una adulta a mi comunidad. Sustituí algunos cientos de mediodías de verano sevillano, por un frio repleto de letras esteparias. A miles de kilómetros de los mimbres de mi habitación, en el cuarto de al lado, ellos pasaban los días entre gaitas, en un castro celta, pero ya no lo hacíamos juntos. Crecimos y empezó un nuevo viaje en solitario, como ese que hacemos por el canal del parto justo cuando vamos a nacer.
Hay algo en mí, en mi forma de establecer intimidad, que trata de encontrar un compañero de viaje, que en vano he buscado en los hombres con los que he compartido la cama, intentando, por qué no decirlo, compartir también algunos sueños. Recuerdo ataques frontales ante esos desayunos temáticos para amanecer en Berlín, N.Y, o Londres, parapetados con un recio “yo no puedo desayunar eso”, y que te devolvían a mirar por la ventana, a ver la vida y a los guiris pasar, mientras guardabas en tuppers los excesos y los defectos, que acabaron en descomposición. Dormí en un motel en la ruta 63, cuyo ventilador de techo y los juegos de luces que se filtraban entre las persianas, no pudieron salvarlo de la sala de dentista en que se convirtió de inmediato. El milagro se produjo al ver la mueca de esa cara, de proporciones perfectas, ante mi comentario: “Es cansado esto de seguir huyendo, ¿nos merece la pena la pasta?”, mientras un rock de los 60 nos ayudaba a disfrutar el sudor. Lo intenté con un bajista, adicto al MMDA y al Feng Shui, que no lograba relajarse por los cables que recorrían mi habitación “en construcción, disculpen las molestias”, a pesar de mis esfuerzos en recordarle que no era más que el almacén de un local en Camden, donde en tres ocasiones durmieron sus instrumentos. Los hubo que sí viajaron conmigo, llevando a su novia de copiloto, mientras paseábamos en un bosque en Helsinki o en un bazar en Estambul, y que jamás traspasaron la frontera de Led. Y los que lo hicieron en sueños, recorriendo cordilleras blancas de papel maché.
Y así me descubro, observándome con curiosidad, como hago desde que me conozco. Bueno, bien mirado, como hago desde antes de conocerme, cuando me cruzo con alguna de esas mujeres que viajan solas, de esas que me invitan a soñar.